La sexualidad reprimida: cuando el cuerpo calla por miedo al alma

 



La sexualidad es una de las dimensiones más íntimas de la experiencia humana. No se limita al acto físico ni al deseo genital, sino que abarca cómo nos relacionamos con nuestro cuerpo, con el placer, con el amor, con el contacto y con nosotros mismos. Sin embargo, para muchas personas, esta dimensión no se vive como fuente de conexión o bienestar, sino como un territorio prohibido, peligroso o vergonzoso. Es ahí donde aparece la sexualidad reprimida: no como ausencia de deseo, sino como una negación sistemática de lo que se siente, se desea o se experimenta. Una represión que muchas veces no viene del individuo, sino de fuera: de la familia, de la religión, de la cultura, del miedo a ser juzgado.

La represión sexual no siempre se manifiesta con claridad. No es simplemente “no tener relaciones”, sino un conjunto de conductas, pensamientos y emociones que van desde la evitación del contacto físico hasta la culpa por tener fantasías, desde el desconocimiento del propio cuerpo hasta el terror a expresar lo que gusta o no en la intimidad. Y aunque parezca un asunto privado, sus consecuencias trascienden lo individual: afecta las relaciones de pareja, la autoestima, la salud emocional e incluso la manera en que uno se ocupa del cuerpo. Como decía el psicólogo Wilhelm Reich, uno de los primeros en estudiar el vínculo entre represión sexual y neurosis: “El carácter del hombre está moldeado por la forma en que reprime su energía sexual”. Aunque sus teorías fueron polémicas, su intuición era certera: cuando se reprime el deseo, también se reprime la vida.

Un ejemplo claro es el de un paciente que atendí hace algún tiempo, un hombre casado, educado en un entorno religioso estricto. Llegó por ansiedad crónica y dificultades en su relación de pareja. Durante las primeras sesiones, evitaba cualquier mención al sexo. Hablaba de “falta de conexión”, pero nunca nombraba el deseo, el placer o el conflicto en la intimidad. Poco a poco, fue revelando que desde niño le habían enseñado que “tocarse el cuerpo era pecado”, que “el sexo fuera del matrimonio era corrupción” y que “un hombre bueno no piensa en esas cosas”. Con el tiempo, internalizó la idea de que su cuerpo era una trampa, y su deseo, una amenaza. En la cama, cumplía con su pareja, pero sin disfrutar. No porque no la amara, sino porque sentía culpa cada vez que experimentaba placer. Su sexualidad no estaba ausente, estaba encarcelada. Y ese encierro se había convertido en ansiedad, insomnio y una profunda sensación de vacío. No era un caso aislado. Muchas personas viven así: con el deseo latente, pero con el permiso bloqueado.

La represión sexual no es solo un problema moral o religioso, aunque estos factores sean frecuentes. También puede surgir de traumas infantiles, de experiencias sexuales negativas, de modelos parentales fríos o distantes, o de una educación sexual inexistente. En contextos donde no se habla de sexo, donde se asocia con peligro, suciedad o pecado, el mensaje implícito es claro: tu cuerpo no es seguro, tu deseo no es válido, tu placer es sospechoso. Y cuando ese mensaje se interioriza, la persona aprende a desconectarse de sí misma. Algunos signos comunes de sexualidad reprimida incluyen: evitar el contacto físico, sentir culpa después del sexo, tener miedo a expresar preferencias íntimas, experimentar anorgasmia sin causa médica, vivir el acto sexual como obligación o mecánico, o incluso desarrollar trastornos somáticos como dolor pélvico o disfunciones eréctiles sin base orgánica. Todo ello puede enmascararse bajo diagnósticos como ansiedad, depresión o estrés, cuando en realidad el núcleo del malestar está en la desconexión con el cuerpo y con el derecho al placer.

Sanar la sexualidad reprimida no es un proceso rápido ni lineal. Requiere paciencia, seguridad emocional y un espacio terapéutico donde no haya juicio. Implica revisar creencias profundas, reconstruir la relación con el cuerpo, aprender a distinguir entre lo que uno realmente siente y lo que ha aprendido que debe sentir. En mi práctica clínica, ayudo a mis pacientes a recuperar el contacto consigo mismos. No se trata de fomentar una sexualidad desinhibida, sino de permitir que cada persona descubra, sin presión, qué le gusta, qué necesita y qué significa el placer para ella. Porque la sexualidad no es solo biología, es también narrativa. Y muchas veces, lo que necesitamos no es más sexo, sino una historia diferente sobre nosotros mismos.

Reconocer que has vivido tu sexualidad como algo que debes controlar, esconder o negar, no es un fracaso. Es un acto de valentía. Porque implica mirar hacia adentro y decir: “esto me duele, y quiero sanarlo”. Y ese paso, por pequeño que parezca, es el inicio de una liberación profunda. No se trata de volver todo al revés, ni de rebelarse contra lo que se vivió, sino de construir desde ahora una relación más honesta, más libre y más auténtica con uno mismo.

Si este artículo toca algo en ti, si reconoces en estas palabras algo de lo que estás viviendo o simplemente necesitas hablarlo con alguien que te escuche sin juzgar, no estás solo/a. Si necesitas ayuda y quieres atenderte conmigo, puedes encontrarme en Instagram como @mentalizate7, donde comparto reflexiones diarias sobre salud mental, relaciones y desarrollo personal. Estoy aquí para acompañarte en tu proceso emocional, con empatía, ética y un enfoque humano.

Psic. Javier Peña

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